Política, técnica y animales no humanos: acerca del sentimiento de repulsión y asco. (Jorge Vélez Vega)

A través de un análisis realizado sobre la condición política del hombre, entendido como animal político, constituido en su ser gregario indistinto a otros animales, buscamos exponer la relación que encuentra el animal humano con la política y la técnica en dos instancias particulares, a saber, la del estado de naturaleza y la de la formación propiamente del Estado. Al explorar estas relaciones podemos pensar en el intersticio de la política y la técnica la relación de dominio que se tiene sobre los animales no humanos, que en su circunstancia onto-política se encuentran excluidos de las leyes de los Estados, pero incluidos en todas las técnicas de explotación y dominio. Al final hacemos un ejercicio de retrotracción para identificar una condición que subyace al dominio político y técnico sobre los animales, a saber, las sensaciones de repulsión y asco.

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Pensando en los derechos de los animales no humanos desde Kant. Una aproximación a la propuesta de Christine Korsgaard. (Samuel León Martínez)

La cuestión sobre cómo hemos de considerar y tratar a los animales no humanos ha sido abordada por una gran cantidad de autores en distintos momentos históricos, sin embargo, en el proyecto de la ilustración existió cierta concordancia entre pensadores de diversas tradiciones como Bentham y Kant, quienes sostuvieron que la crueldad innecesaria para con los animales es algo injustificado; el primero sostenía que llegaría el día en que se les reconocerían derechos a los animales y hablaba de la existencia de obligaciones directas. Kant por su parte consideró que sólo podemos mantener obligaciones de tipo indirecto con los animales, pues afirmaba que para mantener obligaciones de tipo directo con los animales, ellos debían poder entender el contenido de la obligación.

Se ha considerado que la filosofía de Kant no es un buen punto de partida para fundamentar teóricamente los derechos de los animales, revisitaremos varios postulados de Kant a través de algunos textos de Christine Korsgaard, estudiosa del pensamiento kantiano, de la mano de quien podremos rescatar aspectos ético-jurídicos importantes de la obra de Kant, pues Korsgaard sostiene que a partir de los postulados del filósofo alemán se puede hablar perfectamente de obligaciones de tipo directo y por tanto de la titularidad de derechos morales que dan paso a derechos jurídicos para los animales, analizaremos los supuestos en los que Korsgaard critica el fundamento del estatus de propiedad de los otros animales y propone que estos sean considerados como fines en sí mismos.

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“Otras naciones”: hacia una teoría de los derechos territoriales de los animales. (Hugo Tavera)

La filosofía política durante mucho tiempo se desentendió de la cuestión del territorio. Muy recientemente los filósofos se han aventurado a realizar preguntas como las que siguen: ¿existe propiamente un derecho al territorio?, ¿qué significa tener derecho al territorio?, ¿quién o quiénes tienen derecho al territorio?, ¿de dónde deriva dicho derecho?, ¿son los derechos territoriales equivalentes a los derechos de propiedad? Ahora bien, mientras las respuestas que se han ofrecido a algunas de estas interrogantes echan algo de luz sobre el ‘problema del territorio’, permitiendo, al mismo tiempo, aproximarse de un modo más esclarecedor y mucho más metódico a problemáticas tan actuales como la migración, el nacionalismo y la secesión, existe un aspecto de las cuestiones vinculadas al tema del territorio prácticamente inexplorado hasta ahora: los derechos territoriales de los animales no-humanos. Si los animales son el tipo de seres de quienes pueden predicarse derechos, ¿tienen los animales derechos al territorio? Este artículo intentará ofrecer una respuesta a tan importante y al mismo tiempo poco explorada cuestión por la filosofía política.

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El concepto de naturaleza. Breve perspectiva histórica sobre la noción de naturaleza.

a) Los pensadores griegos.- Con el título Περί φυσεως (Sobre la Naturaleza) se conocen varias obras, a veces en forma de poema, de filósofos presocráticos. Aristóteles llamó «físicos» o «fisiólogos» a estos pensadores, pues su preocupación fundamental era la physis o naturaleza. Ahora bien, mientras que los presocráticos hicieron hincapié en el estudio de la naturaleza física, después los Sofistas y Sócrates estudiaron fundamentalmente la naturaleza humana[1].

Los presocráticos no se preguntan principalmente qué son las cosas, sino de qué están hechas, cómo se hacen y cuál es su primer principio. La physis aparece en un doble sentido: como principio germinal de la cosa –o capacidad de hacer nacer–, y como el resultado de esa producción –o el mismo ser engendrado en su totalidad–.

Lo que al presocrático le interesa buscar realmente es la ἀρχή (o principio) de la physis; con lo cual, el término physis queda frecuentemente contrapuesto a ἀρχή, viniendo a significar el resultado de la producción, el universo entero, aunque nunca llegó a perder su carácter activo. Cabe advertir que la physis no es primariamente la unidad de una definición lógica, sino la unidad orgánica que manifiesta propiedades diversas, pues es inseparable del movimiento. Es el principio de orden que unifica propiedades surgidas del interior de un ser; sobrevive al devenir como elemento permanente que asegura la unidad del ser. Es la auténtica realidad de las cosas. Este principio tiene que ser único e indestructible, por ser causa de la variación. Algunos presocráticos buscan este principio entre los datos de la experiencia: agua (Tales), aire (Anaxímenes), fuego (Heráclito), tierra (Jenófanes), fuego y tierra (Parménides), los cuatro elementos a la vez (Empédocles), las homeomerías o semillas de las cosas (Anaxágoras), los átomos (Demócrito). Otros consideran que este principio transciende todo lo sensible: el ápeiron o lo indeterminado (Anaximandro), los números (Pitágoras). Con estos principios se da también una ley universal que rige todas las mutaciones: en este sentido figura el logos de Heráclito, el amor y el odio de Empédocles, el nous o mente de Anaxágoras, etc. En definitiva, la naturaleza es el sustrato permanente que hace inteligible el cambio.

Los sofistas, más centrados en el obrar humano, contraponen, en el ámbito de lo moral, lo que es «por naturaleza» a lo que es «por convención». A la inmutable base de las variaciones, a la physis, se agrega ahora todo lo que se entendía por νόμος (ley, norma que el hombre observa): historia, cultura, educación. Dentro del ámbito de la physis no ha intervenido la mente humana, mientras que el orbe del nómos es obra exclusiva de ésta. Pero cabía incluso la posibilidad de que la acción repetida, fruto del nómos, se convirtiera en natural. –eso se explicó un poco más tarde, bajo la noción de hábito (éxis). En definitiva, una convención humana podía pasar a formar parte de la propia naturaleza.

Con Sócrates, sobre todo, pasa el hombre a ser el centro del interés filosófico. Dadas las encontradas opiniones sobre el hombre, busca Sócrates una constancia, una physis, lo inmutable, en el orden ético, al igual que los presocráticos la buscaron en lo físico. Utiliza como instrumento el orden lógico, es decir, el concepto, que representa algo permanente, la physis lógica inconmovible frente a las diversas opiniones. La naturaleza nos viene dada en el concepto, como principio lógico inmutable y esencial de las cosas. La facultad [virtud] sólo podrá lograrse siguiendo la naturaleza de las cosas, adaptándonos a su concepto.

El pensamiento de Platón recoge la problemática de Sócrates: si la virtud es adaptación al concepto de las cosas, entonces no habrá virtud sin ciencia. La virtud es un saber acerca de la realidad verdadera de las cosas, de su naturaleza o su ser. Esta naturaleza profunda está cerrada a los sentidos, mas no al entendimiento. Se trata de las «ideas», que son las verdaderas naturalezas o principios de las cosas, su auténtica physis. Las «ideas» son lo inmutable del cambio, el objeto del saber y de la virtud. Platón unifica así la naturaleza física, la naturaleza ética y la naturaleza lógica en un solo momento: las «ideas», que serían las naturalezas engendradoras de las cosas y los principios germinales del cambio. A veces se refiere Platón al concepto de naturaleza como totalidad de las cosas corpóreas. Pero, en definitiva, la naturaleza de la cosa se fundamenta en su esencia ideal, en su modelo inmutable, que es el verdadero objeto de la ciencia. Hay así en Platón una profunda intuición de cómo las naturalezas de las cosas son reflejo de las ideas ejemplares divinas; pero al no llegar a descubrir la realidad de la creación, el pensamiento platónico es de tendencia emanatista: las naturalezas de las cosas vienen a ser manifestación o copia emanada necesariamente de las ideas divinas. En este sentido emanatista se desarrollará más tarde el pensamiento de los neoplatónicos que identifican así la naturaleza con Dios; por ejemplo, distinguen la naturaleza naturante de la naturaleza naturada, pero esta última sería algo degradado en el proceso emanatista.

Dentro del pensamiento griego, será Aristóteles el que realizara un estudio cosmológico y metafísico riguroso del concepto de naturaleza. En general, para los griegos la φυσις y la τέχνη son dos principios de las cosas: la physis es principio intrínseco; la tékne, principio extrínseco (arte o técnica), pues se halla en la inteligencia o imaginación del hombre. En el primer caso hablamos de nacimiento; en el segundo, de producción. Esta dualidad de principios conduce en Aristóteles a una dualidad de entidades: sólo los entes naturales tienen esencia; los entes artificiales no son propiamente entes, ni tienen esencia. Una cama de castaño no es un ente, pues si la planto no brotan camas, sino castaños. Lo verdaderamente entitativo es la naturaleza[2].

Y si para Platón lo «universal» y abstracto (lo general e inmutable) estaba separado de lo particular y concreto –en un orbe celeste–, para Aristóteles lo universal está fundido en lo concreto y, a su vez, lo concreto existe porque realiza una esencia abstracta. No existen dos mundos ontológicamente separados. Los conceptos universales no tienen realidad ontológica, sino lógica, pues son formados por abstracción. La única realidad ontológica es la de las sustancias individuales, en cualesquiera de sus variedades. Así pues, la naturaleza es lo universal existente en lo particular, la íntima realidad que hace que las cosas tengan su esencia, es lo inmutable que actúa como ley constante del cambio. De modo que la naturaleza es principio intrínseco del movimiento y de las operaciones de cada ser. Principio es aquello de lo que algo procede; y hay principios reales (de la cosa) e ideales (del conocimiento). Los primeros pueden ser extrínsecos o intrínsecos. A su vez, unos principios intrínsecos son metafísicos (potencia-acto), otros son físicos. Entre estos últimos hay unos principios intrínsecos físicos del ser (principios de composición: materia y forma) y otros del devenir (principios de generación: materia, forma y privación, cuya explicación posterior se llamó hilemorfismo).

El conjunto de los principios físicos es la naturaleza. Por eso, la naturaleza es principio de movimiento (cambio) y de reposo (continuidad) o primer principio intrínseco de toda mutación o movimiento. La naturaleza es «principio y causa del movimiento y del reposo en todo aquello en lo está primariamente por sí mismo y no de modo accidental» (II Phys. 1, 192 b 20). Reposo es lo mismo que la recepción de una forma, en virtud de la aptitud intrínseca que un ser tiene para recibirla y retenerla; no es el mero cesar de una acción, sino la conservación del término o la permanencia en el estado adquirido por el movimiento o la acción. El existir «por sí mismo y no de modo accidental» significa que aquel principio no debe ser un accidente –común o propio– de la cosa que se mueve, sino la sustancia misma de esa cosa.

En los sistemas griegos postaristotélicos, el concepto de naturaleza va en otra dirección, debido a la orientación que la filosofía pone hacia la vida práctica del individuo: la moral busca ahora una fórmula que haga virtuoso al hombre, a saber, «vivir conforme a la naturaleza». Para los estoicos, la naturaleza es la «razón universal», principio rector del cosmos, es providencia y destino. Nada sucede al azar, sino necesariamente (incluso lo libre) ordenado por esa «razón». Es inútil rebelarse contra el impulso de la necesidad, pues ésa sería la causa de nuestros sufrimientos. «Vivir conforme a la naturaleza» es adaptarse –con nuestro asentimiento libre– al movimiento de ella. Y eso es vivir «conforme a razón», pues la razón es la última physis de la realidad. La dualidad que los sofistas habían establecido entre physis y nómos es aquí unificada, pues la naturaleza es la ley universal, y sigue siendo la última realidad inmutable de las cosas.

La Edad Media giró en torno a los conceptos griegos de naturaleza, configurando un sistema, por ejemplo, el de Santo Tomás, que vertebró todos los ámbitos de la filosofía. Entonces el concepto de creación corrigió en parte el claro inmanentismo de los griegos.

El concepto medieval de naturaleza elaborado por Santo Tomás estuvo vigente entre los maestros del Siglo de Oro.

b) La naturaleza en los modernos.– Por una exageración de autonomía e independencia individuales, ciertas corrientes, sobre todo algunas modernas, han acentuado cada vez más la importancia de la función constituyente del conocimiento humano, llegando algunos, como Kant, a enfatizar la espontaneidad constructiva de la mente. Por lo que respecta a la naturaleza, se preocupan sobre todo de cómo puede ser conocida, en tanto que se presenta o manifiesta a la mente; quedando obturado el conocimiento transfenoménico que de ella se pudiera conseguir. Lo que preocupa entonces no es el carácter de creaturidad o instrumentalidad de la naturaleza, sino su cognoscibilidad; no la naturaleza misma, sino los pensamientos sobre ella, dejando de lado aspectos y causas de la misma realidad natural.

En esta línea, que ha generado grandes equívocos en la historia del pensamiento, Descartes comienza dudando de todo; únicamente la intuición «yo pienso, luego existo» es para él inconmovible. El «yo pensante» es considerado como el reducto en el que no puede penetrar la duda y del que debemos sacar todo conocimiento ulterior. Con esto se realiza una inversión, desde el ser hasta el conocimiento, en el cual se fundamentaría el ser: únicamente el «pensamiento claro y distinto» garantizaría la verdad y la realidad de las cosas, sin poder atribuir realidad a aquello de que se duda; es más: aquello de lo que no hay seguridad, no es. Con esto, la naturaleza se sigue considerando, desde un punto de vista formal, como la realidad inmutable que constituye la esencia de las cosas; pero desde un punto de vista del contenido, la naturaleza es la fracción mundana cognoscible clara y distintamente: la extensión para las cosas materiales; el pensamiento para las cosas espirituales. En este dualismo cartesiano la naturaleza material está regida por causas mecánicas[3]; la naturaleza espiritual, por causas finales y libres. Al asumir otros autores la especulación cartesiana sin suficiente crítica, adoptarán el mecanicismo no sólo para explicar la vida material, sino todas las cosas, todas las naturalezas.

Para Spinoza la naturaleza se identifica con Dios (Deus sive Natura). En esta perspectiva piensa que todas las cosas serían o atributos (pensamiento y extensión) o modos (alma y cuerpo) de la sustancia divina, dentro de la cual habría dos naturaleza: la Natura naturans (naturaleza naturante), absolutamente necesaria e inmutable, constituida por infinitos atributos, y la Natura naturata (naturaleza naturada), constituida por los infinitos modos que afectan a los atributos, los cuales existen únicamente en Dios y por Dios. La naturaleza espiritual, a diferencia de lo que dice Descartes, estaría también regida por causas necesarias; así considera que el mecanicismo no está restringido únicamente al ámbito de la naturaleza material. El paso de la naturaleza naturante a la naturaleza naturada no ocurriría por creación de la nada, pues ello implicaría un dualismo entre ser necesario libre y ser contingente potencial; para Spinoza todo ser es necesario y actual. Para explicar este paso, Spinoza supone que el orden lógico responde exactamente al orden ontológico. Los infinitos modos de las cosas surgirían de Dios siguiendo la necesidad con que brota la conclusión de las premisas de un silogismo. El método geométrico, que procede por axiomas y corolarios, reproduciría adecuadamente la concatenación férrea del despliegue o «explicación» divina, de la que resulta la naturaleza naturada (cosas particulares del mundo). Es decir, para Spinoza, en concordancia con su concepción de la unidad de la naturaleza, resulta que la naturaleza naturada no es creada libremente, sino emanada necesariamente: esta es la clave de su panteísmo.

El término naturaleza naturada es anterior a Spinoza; aparece ya en Averroes y se encuentra también en San Buenaventura, Vicente de Beauvais, Eckhart y Ockham. Ahora bien, debe advertirse que en los autores cristianos y en la Metafísica cristiana, la expresión «naturaleza naturante» aplicada a Dios implica el concepto de creación, pues Dios comunica la naturaleza como participación de su mismo ser. El acto participante es naturante, por cuanto procede de una naturaleza, y acaba en la constitución de una naturaleza llamada, así, naturada. Más que naturaleza, Dios es naturante, pues hace nacer, sin haber nacido; la criatura, en cambio, es naturada o nacida.

Leibniz considera que la naturaleza creada (material y espiritual) está formada por seres simples e indivisibles que constituyen en sí mismos una imagen esencial del universo: tales seres son llamados mónadas, las cuales son simples, inextensas, indivisibles e inmateriales; es decir, la naturaleza, incluso la corpórea, es un conjunto de elementos vivos o elementos de pensamiento. De ahí la continuidad de la naturaleza: natura non facit saltus (la naturaleza no da saltos). El mecanicismo natural, en la concepción de Leibniz, está siempre subordinado al finalismo trascendente. Al monismo de Spinoza opone, pues, un pluralismo; y al mecanicismo cartesiano un finalismo en la naturaleza.

Frente a esta visión «espiritualista» de la naturaleza, se levanta la concepción materialista de la Ilustración francesa. Holbach, p. ej., define a la naturaleza por los elementos que según él componen el ser: la materia, que ni se crea ni se destruye; y el movimiento, que se produce y aumenta sin intervención de agentes externos. Es otro tipo de mecanicismo universal, el del materialismo contrapuesto al «espiritualismo» monista.

Siguiendo el viraje –iniciado por Descartes– hacia la prioridad del pensamiento, Kant trata de fundamentar la naturaleza desde el entendimiento. Indica dos perspectivas: la material y la formal. En una perspectiva material, la naturaleza sería «el conjunto de todas las cosas que pueden ser objeto de nuestros sentidos y, por tanto, de la experiencia», es decir, la totalidad de los fenómenos del mundo sensible, con exclusión de los objetos no sensibles. La forma, o lo que da conexión a tales datos de experiencia, no la reciben los sentidos, sino que, según Kant, la pone el entendimiento; por eso, formalmente, la naturaleza, como conjunto de leyes, no es objeto del sentido, sino una construcción del entendimiento; éste sería el gran «legislador» de la naturaleza, dando las reglas con las que se sintetizan los múltiples datos empíricos en la unidad de objetos naturales. Por tanto, las categorías que, según él, conforman la estructura del entendimiento constituyen también las estructuras de la naturaleza: la misma naturaleza resulta así para Kant una construcción de nuestra mente.

En el idealismo posterior se llegó a objetivar este concepto «gnoseológico» de naturaleza, hasta pretender darle una consistencia omnicomprensiva: principio absoluto del que provendrían todas las cosas. Con Schelling la naturaleza será el sistema objetivo de la razón, el yo en cuanto deviene. Para Hegel la naturaleza es la exterioridad de la idea, la extrañación del espíritu: la naturaleza es el total extrañamiento. Es el extravío y la enajenación de la idea, la cual, en esta su alienación, se presenta en lo mecánico (exterioridad), después pasa a lo físico (individualidad), para saltar finalmente a lo físico-orgánico (naturaleza geológica, vegetal y animal). Sólo cuando la idea se repliega sobre sí misma y se despega de la naturaleza (o exterioridad), se convierte en espíritu. Hegel contrapone la naturaleza al espíritu; hasta sucumbir aquélla en aras de éste.

c) Naturaleza y espíritu.- Esa contraposición hegeliana vino ya en cierto modo preparada por Descartes, al escindir el mundo en «sustancia pensante» y «sustancia extensa», como atributos irreductibles. De ahí, en parte, surge la dualidad posterior «naturaleza-espíritu», como si fueran opuestos. La contraposición «naturaleza-espíritu» es crucial en la obra de Dilthey y sus discípulos: Spranger, Rothacker, Freyer, etc. El objeto propio de las Ciencias del espíritu es el sentido finalista; el de las Ciencias de la naturaleza, la causa. La dirección del conocimiento en las Ciencias de la naturaleza es hacia fuera: su método es la explicación (Erklären). La dirección del conocimiento en las ciencias del espíritu es hacia dentro; intenta internarse en la propia conciencia y su método es la comprensión (Verstehen). La vida es captada desde dentro por la vivencia y la comprensión. En las Ciencias de la naturaleza no se pueden conocer bien los fenómenos si previamente no se conocen las causas. En las Ciencias del espíritu no es así: estas últimas se fundamentan en la vida misma. El mundo físico es algo muerto, sin vida. Tales Ciencias del espíritu se han creado por el desarrollo mismo de la vida en su decurso histórico; son la objetivación de la vida. El espíritu, como ámbito de sentido finalista, engloba la civilización, la técnica, la ética, la sociedad.

d) La “naturaleza” en la ciencia positiva.- El concepto griego de naturaleza, como principio intrínseco de donde nacen o brotan las cosas, no coincide ya con el que procede de la física de Galileo y F. Bacon: ahora es sistema de leyes[4]. La ley es aquí mera «relación funcional»; la naturaleza no es ya la cosa misma: para Aristóteles, una cosa está sometida a leyes naturales porque es natural; ahora, una cosa es natural porque está sometida a leyes naturales. La naturaleza como ley se pone enfrentada a la naturaleza como cosa: he aquí la posición de la ciencia natural moderna, la cual ha operado la sustitución del método cualitativo-filosófico por el cuantitativo-matemático. Ya Pico della Mirandola, Pomponazzi, Luca Pacioli, etc., consideraron atentamente la regularidad (legalidad) matemática de la naturaleza, precisamente en el reducto de la astronomía. Galileo se imaginó a la naturaleza como un gran libro escrito en lengua matemática. Cada fenómeno se reduciría a una ley y se formularía matemáticamente.

Al reducir Descartes la «sustancia extensa» a mera cantidad, la ciencia moderna tomó pie en ello para hacer de la naturaleza el esqueleto cuantitativo de la realidad. La naturaleza aparecerá como lo mensurable. La naturaleza sigue siendo el «núcleo activo e inmutable», pero asimilado a lo más simple y formal de las cosas: ley matemática de la realidad. Así, la ciencia moderna tiende, por su método y por su modo de hablar, a diluir el ser material en una inteligibilidad matemática, rechazando incluso la categoría de sustancia. En realidad, lo que ocurre es que con el método de la ciencia natural no se tiene acceso a la sustancia o esencia de las cosas. Dado el plano noético en que se encuentra el método científico, muchos han objetado razonablemente que la matemática no es el único modo de acceso a la naturaleza; está muy justificado en su orden, pero no se encuentra capacitado para hacer afirmaciones metafísicas. De este modo, la idea «científica» de naturaleza podría ser compatible con una concepción filosófica de la misma, pues son dos modos de acceder a ella[5].

No se puede olvidar que desde la metafísica clásica se consideró que el racionalismo estableció la razón como medida de todas las cosas, sin tener en cuenta que la razón humana está a su vez medida, limitada, por su propia naturaleza. El objeto de la razón humana es ciertamente el ser, pero éste trasciende a la razón y la mide[6]. La realidad exterior, la objetividad de la naturaleza, no es fruto del pensamiento humano, sino que éste es fruto de la realidad, de la naturaleza de las cosas y de la capacidad cognoscitiva humana[7]. El racionalismo (p. ej., el de Descartes y Kant) conduce fácilmente al idealismo, a la identificación del ser con el pensar, del objeto con el sujeto. Se trata de un monismo que puede tomar dos direcciones: o bien todo es idea, espíritu, sin realidad objetiva exterior (Hegel), o bien todo es materia, puro objeto externo, sin realidad espiritual, sin verdadero sujeto cognoscente (Marx). En ambos casos hay como una «evaporación» de la persona, del sujeto humano inteligente, libre y responsable.

También con un enfoque crítico visualiza la metafísica realista el irracionalismo de aquellos autores y corrientes de pensamiento que, al poner al descubierto el fracaso de la «razón» (de la razón racionalista), quieren encontrar en los factores irracionales el absoluto que la «razón» no pudo llegar a ser. Con ello se cae en el relativismo: el recurso a lo irracional conduce a prescindir de cualquier interpretación racional, quedando un fluir sin soporte. La naturaleza será entonces un puro devenir, un impulso ciego. En esta línea podrían colocarse autores tales como E. von Hartmann, Schopenhauer y, en parte, el último Scheler.

Naturaleza y creación

La physis aristotélica no es creada, sino únicamente movida por Dios. Se ha discutido si Aristóteles llegó o hubiera podido llegar a descubrir la realidad de la creación; generalmente se acepta que no lo consiguió. En general, para los medievales “la naturaleza” no es Dios, aunque esté conectada a Él. Se puede de­cir que gracias a la Revelación y al cristianismo pudo clarificarse el conocimiento de la naturaleza con el de su creaturidad, interpretada después, desde el punto de vista trascendental, como instrumentalidad pasiva y, desde el punto de vista categorial, como instrumentalidad activa[8].

Los pensadores cristianos reconocen la creación, indicando que las cosas no sólo están sostenidas y organizadas por Dios, sino creadas por Él, dependiendo de Él en su ser y en su obrar. El ser creado es contingente; su existencia no es a se (aseidad), sino totalmente ab alio (aliedad o creaturidad). Aun así, las criaturas son algo que no es Dios; este algo, su naturaleza, es ser instrumentos de Dios.

Por consiguiente, la naturaleza es susceptible de ser considerada de dos modos, que no son contrapuestos, sino complementarios: 1° Como término final respecto de la acción divina dirigida al exterior, como capacidad pasiva receptora de la actividad divina; y ésta fue la dimensión trascendental, cuyo sentido fue muy bien explicado por San Agustín, pero desatendido por el realismo exagerado. 2° Como término inicial respecto de sus propios actos, como fuerza activa productora de operación; y ésta fue la dimensión categorial subrayada por el primer nominalismo y debidamente integrada por Santo Tomás.

a) La naturaleza como instrumentalidad pasiva.– La explicación agustiniana subraya la causalidad divina, sin negar la eficacia causal de lo creado. A las formas o ideas ejemplares existentes en la mente divina corresponderían los gérmenes o «razones seminales» que Dios introduciría en el seno de la materia informe, desarrollándose en ella cuando les llega el tiempo determinado por Dios. Las «razones seminales» serían verdaderas causas. La íntima naturaleza de las cosas está en Dios. San Agustín combate el pelagianismo, que quiere hacer de la naturaleza humana principio de operaciones de orden sobrenatural; subraya contra él la pasividad y dependencia de la naturaleza como término final (ad quem) de su acción. Más tarde, el franciscanismo acentuaría más la radicación de la naturaleza de las cosas en las ideas ejemplares divinas.

Posteriormente, Escoto Eriúgena, influido por el neoplatonismo, destacó el valor de lo universal y general en la naturaleza, ya que los individuos ocupan la mínima porción de ser y de perfección. Naturaleza equivaldría a ser en toda su amplitud (Dios y las demás realidades). La naturaleza mostraría así cuatro aspectos en un despliegue y reintegración continua: 1° Naturaleza que crea y no es creada (naturaleza en su función creadora); 2° Naturaleza que es creada y crea (las naturalezas ejemplares de las cosas, ideas divinas o arquetipos de todas las cosas, que son creadas por Dios y a la vez crean todos los seres); 3° Naturaleza que es creada (las cosas del mundo espiritual y material); 4° Naturaleza que ni es creada, ni crea (la misma Divinidad en su naturaleza íntima, prescindiendo de su acción transeúnte, como fin último a que tienden y se reintegran todas las cosas creadas). No se trata de una emanación o reintegración panteístas, pues cada cosa conserva en el retorno su propia naturaleza e individualidad. Escoto propone la distinción entre ousía (essentia) y physis (natura): la primera debe decirse de lo que en el ser sensible e inteligible no puede ser aumentado, disminuido o destruido; la segunda debe decirse de la generación de la essentia en determinados lugares, tiempos y materia, siendo así susceptible de aumento, disminución y destrucción. En el estado de ousía la existencia de la cosa se enraíza en el Verbo divino; en el estado de physis la existencia se encadena en el mundo sensible. Habría, pues, dos existencias en la cosa.

b) La naturaleza como instrumentalidad activa.- El nominalismo reducía los universales a puros nombres. De este modo, la naturaleza de las cosas no estaría en los universales, sino que los entes individuales serían su propia naturaleza; la naturaleza vendría a ser la individualidad de cada res o cosa, intransferible y única. Aunque Santo Tomás hace resaltar la sustancialidad y consistencia de los seres individuales, sin embargo, tiene en cuenta el carácter universal de su naturaleza –la esencia–, por ser principio caracterizador y definidor. Repito que, desde un punto de vista, la naturaleza puede ser vista, en su creaturidad, como un instrumento pasivo en manos de Dios. Pero, bajo otro punto de vista, San Agustín y Santo Tomás mostraban que ese instrumento, en su esencia, es también consistente y activo. Dios mueve al hombre como instrumento; mas también el hombre se mueve a sí mismo libremente. En resumen, tanto para San Agustín como para Santo Tomás ambas tensiones se refieren a términos distintos y complementarios. Si Dios es causa primera o última del movimiento, la naturaleza es causa segunda, tan potente, que puede incluso rebelarse, en el caso del hombre, contra la primera acción divina. La naturaleza es causa, pero no es causa independiente, sino que está vinculada necesariamente a la primera causa en su ser y en su obrar; la naturaleza es, como ya había dicho Aristóteles, principio inmanente. De ahí que sea también la estructura racional de la realidad y, como tal, sustancia segunda. Por tanto, si se puede llamar naturaleza a cualquier esencia, también puede llamarse naturaleza a todo ser, pues es ser por la esencia que tiene. Para Aristóteles, que no distingue claramente entre creador y criaturas, todas las cosas tienen la misma naturaleza en cuanto que son seres. El ser y sus transcendentales coinciden en cuanto a la naturaleza.

Mas para la metafísica cristiana medieval, tanto el creador como las criaturas tienen una naturaleza, y son seres, pero distintos. O dicho con más precisión, Dios no tiene ser, sino que es Ser, su naturaleza es el Ser; en cambio, las criaturas no son ser, sino que tienen ser, un ser recibido o participado. En este sentido se llama también naturaleza al conjunto de todos los seres creados, al conjunto de todo lo que tiene ser, conjunto fuera de Dios, pero no opuesto, ya que proviene de Él y Él lo sostiene. No hay así para esta metafísica cristiana panteísmo o monismo –como ocurre en el plotinismo y en el materialismo–, pero tampoco dualismo, sino más bien un pluralismo de seres y naturalezas no disgregados, sino unificados por Dios.

Tipos o especies de naturaleza

En sentido técnico se habló de la “naturaleza común” (que es común a todas las cosas de una especie), y de la naturaleza propia, que es la del individuo. También de naturaleza “completa” (la esencia completa de una cosa) y de naturaleza “incompleta” (la esencia incompleta, que es parte de una naturaleza).

Las distinciones apuntadas están enlazadas con las disputas en torno al problema tardomedieval de los universales, donde comparece la contraposición –como antes se vio– entre naturaleza universal y naturaleza individual. Porque si la naturaleza es principio concreto del movimiento o cambio de una cosa, entonces tiene que poseer carácter individual; mas si es principio caracterizador y definidor de la cosa, tiene que ser universal. El platonismo acentuaba lo general, pues considera que una cosa tiene mayor entidad cuanto más elevada se encuentra en la escala de la universalidad. En cambio, Santo Tomás subraya la individualidad, pues el individuo es irrepetible y el individuo humano tiene un destino propio y una personalidad única. El realismo exagerado y Escoto Eriúgena acentuarían el universal como la verdadera realidad, mientras que el nominalismo subrayaría el valor único del individuo.

Pero si la naturaleza es tomada como la esencia de algo en tanto que se ordena a la operación propia de ese algo, cabe distinguir la naturaleza o sustancia “creada” y la naturaleza o sustancia “increada”. Creada, como la naturaleza angélica, la humana y la corpórea; increada, como la naturaleza “divina”. En tal sentido Santo Tomás recuerda a veces que Dios fue llamado por algunos pensadores “natura naturans” (STh I-II, 85, 6): una naturaleza que funciona como causa de todos los fenómenos naturales: est autem Deus universalis causa omnium, quae naturaliter fiunt, unde et quidam ipsum nominant naturantem (De div. Nom., 4, 21).

Con una visión creatural pudo decir Santo Tomás, en primer lugar, que la naturaleza imita en su operación el obrar de Dios: natura in sua operatione Dei operationem imitatur (STh I, 66, 1), porque no es otra cosa que la “ratio” de un arte divino inserto en las cosas; y por ese arte las cosas se mueven a un fin determinado: natura nihil est aliud, quam ratio cuiusdam artis, scilicet divinae, indita rebus, qua ipsae res moventur ad finem determinatum (In II Phys. 14). Pero, en segundo lugar, la obra de la naturaleza no es sólo “imitación” externa, sino interna o profunda: es obra de la inteligencia: opus naturae est opus intelligentiae (In III Sent., 33, 2, 5; De Pot., 3, 15), a saber, obra de la inteligencia divina, pues toda inclinación natural exige un conocimiento previo que establezca el fin, incline al fin y provea los medios que conducen al fin. Y esto no puede llevarse a cabo si no hay un conocimiento.

En segundo lugar está la naturaleza corpórea y la naturaleza espiritual, tanto en el sentido de un ser individual o de una pluralidad de seres, como en el sentido de la esencia de una sola cosa.

En tercer lugar está la naturaleza “corruptible” o “generable” (la que es propia de los cuerpos inferiores) y la naturaleza “permanente” y “sempiterna” (la que es propia especialmente de lo que la cosmología griega y aristotélica nombraron como “sustancias separadas”, que no eran propiamente lo que después se llamó “ángeles”). De ahí la distinción que se hizo entre naturalezas celestes y naturalezas terrestres: la naturaleza o esencia de los cuerpos celestes y la de los cuerpos terrestres. Por influjo de Aristóteles, acostumbra Santo Tomás a decir que, en contraposición con lo divino, lo “natural” es el ámbito de las cosas sublunares, las que se mueven y se ordenan a la generación y corrupción en la realidad: alio modo dicitur naturale, secundum quod dividitur contra ens divinum, quod abstrahitur a materia et motu, et sic naturale dicitur illud solum, quod movetur et est ordinatum ad generationem et corruptionem in rebus (In II Sent., 2, 2, 2). En el mismo sentido se llama “natural” el movimiento que provocan en los seres “inferiores” los cuerpos celestes, aunque tal movimiento no sea conforme con la naturaleza del cuerpo inferior; y pone Santo Tomás el ejemplo que el mismo Aristóteles trae en su libro sobre los Meteoros: el flujo y el reflujo del mar, porque los cuerpos inferiores están naturalmente sometidos a los superiores: dicuntur aliqui motus naturales, non quia sunt a principio intrinseco, sed quia sunt a principio superiori movente, sicut motus, qui sunt in elementis ex impressione corporum caelestium, naturales dicuntur (In IV Sent. 33, 1, 1).

La explicación del rango de las naturalezas sigue en Santo Tomás una ruta neoplatónica: lo más alto de lo inferior llega a lo más bajo de lo superior; o sea, lo que una sustancia inferior tiene de más alto alcanza lo que es propio de una naturaleza superior, pero lo participa imperfectamente: inferior natura attingit in sui supremo ad aliquid, quod est proprium superioris naturae, imperfecte illud participans (De Ver., 16, 1; STh I, 78. 2); y viceversa, lo ínfimo de una naturaleza superior toca lo que es supremo en la naturaleza inferior (CG II, 91, STh I, 78, 2).

La extensión del concepto de naturaleza: naturaleza y cultura

En sentido amplio, naturaleza es el ámbito de la realidad (esse in rerum natura); por eso se decía que las relaciones ideales –relaciones de razón– no respondían a una cosa natural. Esto debe ser entendido de toda la naturaleza corporal tomada simultáneamente. En tal sentido se utilizaban expresiones muy gráficas: “algo existe en la naturaleza real”; o “algo es imposible en la naturaleza”; o “algo cumple el orden natural”; o “hay agentes contrarios en la naturaleza”; o “existe un autor que creó la naturaleza”.
Ya desde la Edad Media comenzó a emplearse un concepto limitado, pero no falso, de “naturaleza” para significar una realidad distinta de la “cultura”: la “naturaleza” rodea al hombre, lo incluye en sus ciclos, produce nuevas formas y las destruye a continuación. Se mueve, con fluir incesante, para expresar algo así como una idea interna, ordenada a la realización de lo individual con leyes inmutables. Pero su espectáculo es siempre nuevo. Viene a ser un todo que se castiga y se premia a sí mismo. En este concepto de “naturaleza” móvil se incluían también presupuestos de la vida humana, independientes del hombre y no creados por él.

Dada la actual contraposición que muchos filósofos mantienen entre “espíritu” y “naturaleza” tiene la anterior indicación una gran importancia. Porque Santo Tomás dice alguna vez que la voluntad se contrapone a la naturaleza como una causa frente a otra: voluntas dividitur contra naturam sicut una causa contra aliam (STh I-II, 10, 1 ad 1).

Y no sólo la voluntad: también la razón se divide o contrapone a la naturaleza: ratio contra naturam dividitur (STh I-II, 30, 3). La razón tiene como objeto las cosas universales, mientras que los sentidos se refieren a las cosas particulares: ratio est universalium, sensus vero particularium (STh I, 14, 11).

Habla incluso de gérmenes naturales, naturae semina (De Pot., 6, 3); o de la ciencia que trata de la naturaleza (scientia, quae est de natura (In I de Caelo, 1), o sea, lo que se llamó “Física” o “Filosofía natural”.

Pero en un sentido original y amplio, también el “espíritu” es naturaleza: pues tanto los objetos de las “ciencias del espíritu –en sentido moderno–” como los objetos de las “ciencias de la naturaleza” tienen naturaleza.

De modo que “naturaleza”, en amplio, es no sólo la totalidad del mundo, sino también el individuo. En este sentido debe entenderse la esencia de una sustancia en cuanto que es el fundamento y la ley estructurante de las propiedades y actividades de un individuo determinado. La “cultura”, en cambio, es lo que hace el hombre en tanto se sirve del material de la naturaleza.

En realidad, cuando los medievales utilizaban el término “naturalis” se referían asimismo al filósofo que estudiaba la naturaleza, al physicus, sinónimo del aristotélico φυσικός (II Phys. 2, 193 b 23).

Incluyendo tanto el sentido amplio como el estricto, Aristóteles habla con frecuencia de cosas que proceden “conforme a la naturaleza”, κατὰ φύσιν (II Phys, 1, 192 b 35; V Phys. 6, 230 a 19), “secundum naturam”, o “naturalmente”: sea lo que corresponde a la naturaleza de una cosa, sea lo que corresponde al curso de la naturaleza en general. De ahí se explica el “contra naturam”, παρ φύσιν de Aristoteles (V Phys., 6, 230 a 20), lo que es contranatural o innatural: puede ser aquello que va contra la naturaleza de una cosa determinada, o aquello que va contra el orden universal o contra el curso común u ordinario de la naturaleza (De Pot., 1, 3).

Los teólogos tuvieron más tarde que introducir la expresión “extra naturam” o “praeter naturam”, lo extranatural o no natural, es decir, o bien aquello que está situado fuera de la naturaleza de una cosa individual, o bien aquello que está fuera del orden natural de todas las cosas. En ambos casos se incluye lo que está contra la naturaleza o lo que está sobre la naturaleza. Praeter naturam se toma entonces de la manera más común, significando lo que no es conforme a la naturaleza, “non secundum naturam”; e incluye lo que es “contra naturam” y lo que es “supra naturam”.
También tiene linaje teológico la expresión “supra naturam”, lo que es sobrenatural: tanto lo que está por encima de la naturaleza de una cosa individual y de sus fuerzas naturales, como lo que está por encima del orden universal y del curso ordinario de las cosas en general. Incluso se habló de cosas o propiedades “puramente naturales” (pura naturalia) para indicar todo lo que en un ser creado no era sobrenatural (STh I-II, 109, 4).

En fin, y por lo que respecta al problema naturaleza-gracia, Santo Tomás afirma que «la gracia presupone, preserva y perfecciona la naturaleza». La gracia como principio del orden sobrenatural no aniquila a la naturaleza, sino que la perfecciona.

Erróneamente, la teología dialéctica de ciertos sectores protestantes llega a separar taxativamente ambos órdenes, de tal forma que unas veces es negada la naturaleza y otras la gracia.

Balance desde el realismo clásico: maneras de ser principio

1º. Naturaleza como cosa real.- En un sentido amplio, cualquier cosa real, sea sustancia o accidente, es una naturaleza. En este caso, naturaleza se refiere de manera común a todos los entes: la naturaleza es aquello que el intelecto puede captar de algún modo. Todo lo que se encuentra en las cosas se llama naturaleza. La relación es una naturaleza; también el pecador y el santo; también la voluntad: voluntas ut natura. Sólo el mal carece de naturaleza en el universo. También el “ente de razón” o ente ideal carece de naturaleza: natural es una cosa real y efectiva, pero no un ente de razón: naturale potest sumi uno modo, prout dividitur contra ens in anima, et sic dicitur naturale omne illud, quod habet esse fixum in natura (In II Sententiarum 2, 2, 2).

2º. Naturaleza como sustancia.- Llamar naturaleza a la sustancia significa que naturaleza es aquello que puede actuar o recibir acciones, que puede ser agente o paciente. Este es el sentido reductivo y último de naturaleza: la sustancia. La naturaleza es la sustancia; naturaleza es únicamente la esencia de la sustancia, ya que los accidentes no tienen propiamente esencia. Esta acepción se religa también a su etimología: la generación consiste en producir otra sustancia de la misma naturaleza que tiene el engendrante.

El sujeto, la sustancia, lo que subyace al cambio es inmanente a la cosa. El movimiento, pues, no es una «participación» (de estilo platónico) del reino de las ideas en lo sensible, ni una apariencia o no-ser (Parménides), ni la realidad toda (Heráclito), sino un brote del mismo fondo o naturaleza del ser. Tampoco es un principio único (átomos, agua o fuego, tierra o aire) de donde provenga todo. Hay diversas naturalezas.

Al núcleo inteligible y universal de una cosa se le llamó “sustancia segunda”. La sustancia primera es individual y, por tanto, difícil de penetrar por el entendimiento. La sustancia segunda es lo universal y sólo es real en lo individual (en la sustancia primera) que, a su vez, es tal porque realiza lo universal. La sustancia segunda es, en el intelecto, lo universal; y, en el singular, la misma naturaleza de la cosa.

La naturaleza, como sustancia primera, es principio real que origina la operación; y, como sustancia segunda, es principio inteligible que da sentido a la operación (la operación de un hombre no es la de un caballo). La naturaleza como sustancia segunda es el universal, la unidad capaz de extenderse a una pluralidad. El universal que expresa la esencia es mentado por la predicación objetiva: constituye la esencia de un ser, abstraída de las diferencias individuales; este universal es la naturaleza. Como sustancia es un principio explicativo del cambio de las cosas.

Toda sustancia que existe en sí misma perfectamente individualizada ‒es decir, todo individuo actualmente existente‒ es un sujeto o supuesto, un distinctum subsistens in aliqua natura (lo distinto que subsiste en una naturaleza). El sujeto o supuesto tiene una naturaleza, es de tal naturaleza; pero el supuesto no puede ser atribuido a nada: es principio ya constituido; la naturaleza es principio constituyente. Las acciones no son de la naturaleza (como universal), sino del supuesto individual, que, si es de naturaleza inteligente, se llama persona. (De este modo, la Teología explica que en la Santísima Trinidad las tres Personas poseen idéntica naturaleza, aunque haya tres supuestos o personas distintas).

La naturaleza como principio interno.- Aristóteles señala que “naturaleza” significa “nacimiento”, la “generación de los vivientes”. Y en primerísimo lugar, es el principio interno de la generación del viviente: se trata de un principio activo de esa generación. De ahí pasó a significar todo principio interno de una actividad, de un movimiento.

Por eso decía Aristóteles (II Phys. 1, 192 b 21) que la “naturaleza es principio del movimiento y del reposo de aquello en que está, como primer atributo esencial, no accidental”. Esto lo dice contraponiendo la naturaleza al arte: porque el arte es un principio de obrar que está en otro, mientras que la naturaleza es un principio de obrar que está en la cosa misma existente. La naturaleza es principio del movimiento de aquello en que está; pero el principio del arte no está en el artefacto hecho por el arte, sino en otro, en la mente del artista.

Por tanto, se llama “natural” aquello que le conviene a una cosa desde el nacimiento o desde el comienzo, sin que esto signifique que tenga en su misma esencia su razón suficiente.

Siendo la naturaleza principio interno de movimiento o de generación, puede referirse o bien a los principios intrínsecos de la generación (la materia y la forma), o bien al término y fin de la generación (la esencia).

La naturaleza como materia y como forma.- Teniendo presente el carácter “nativo” de lo natural, se dice que lo natural de una cosa es lo que proviene de los principios esenciales de ella. Si el cuerpo físico es considerado metafísicamente en la línea de su composición, entraña dos principios: la materia y la forma sustancial, que son partes esenciales que constituyen el cuerpo. Pero si el cuerpo físico es considerado en la línea de su generación (fieri), entonces cabe hablar de tres principios físicos: la materia, la forma y la privación. Se entiende por “privación” la carencia de forma, o mejor, la materia privada de forma, o también la potencialidad de la materia. La materia no se podría confundir con la “privación”, como lo hizo Platón, en tanto que consideró que la forma o “idea” no era inmanente, sino trascendente a la materia, la cual participaría (μετέχειν) de aquella. Lo que Aristóteles hizo fue incluir las formas en las cosas mismas, distinguiendo materia y privación. Si al cuerpo físico no le sobrevienen formas de fuera o de arriba, es que las formas son “educidas” inmanentemente de la materia, habiendo antes privación. La “generación sustancial” da lugar a una sus­tancia física desde la materia primera que funciona como sujeto. En cambio, la “corrupción sustancial” es una mutación sustancial que va de la forma sustancial a la privación de esta. Y como la materia no existe jamás sin forma, resulta que la corrupción de una forma es la generación de otra. De la descomposición o corrupción del agua surge la generación de hidrógeno y oxígeno. De la corrupción o muerte de un animal surge la generación (autolisis y putrefacción) de varias sustancias químicas propias de un cuerpo sin vida.

También la mayoría de los escolásticos admitieron que toda esencia corpórea consta de un doble principio, la materia y la forma. La materia primera es el primer sustrato meramente potencial que precede al acto ‒no con prioridad de tiempo, sino de naturaleza‒, o sea, antecede a la forma sustancial de un cuerpo cualquiera, siendo el primer principio intrínseco del hacerse propio de un cuerpo y permaneciendo en composición con la forma sustancial. Es más, en la descomposición o corrupción del compuesto sustancial, la resolución llega hasta la materia primera, sin que se hunda en la nada, y sin que permanezca forma alguna, ni sustancial ni accidental. Lo cual no quiere decir que la materia primera permanezca por algún tiempo sin forma. La nueva forma surge una vez presente la “privación” de la forma anterior. Pues bien, la sustancia corpórea incompleta, potencial, indeterminada y común a todos los cuerpos fue llamada “materia primera”. Pero la sustancia corpórea completa y determinada o constituida en una especie de cosas, sería llamada “materia segunda”. Sólo por la forma accidental se actualiza y determina la materia segunda.

Santo Tomás matiza continuamente que en un doble sentido algo puede ser natural a una cosa: porque naturaleza es a la vez la “forma” y la “materia” de un ser corporal: y por ello la naturaleza unas veces se llama “forma”, y otras veces se llama “materia” (II Phys. 1; VIII Phys. 7; I Gener. 19). La naturaleza como sujeto (materia) de todo cambio es el sustrato inalterable de toda variación: «el primer sujeto de cada una de las cosas que tienen en sí mismas el principio del movimiento y del cambio» (III Phys., 193 a 28). La materia es naturaleza porque es principio pasivo de donde surge aquello que es: la madera para la cama, etc. La naturaleza como forma, principio activo, es aquello que al comunicarse a algo lo mueve o cambia. De este modo, la forma es más propiamente naturaleza, la perfección y consumación de la naturaleza: una cosa se llama de tal naturaleza porque posee tal forma. Esta es la doctrina que se aplica al sentido y función que tienen el alma y el cuerpo en el hombre.

Bajo esta importante matización se puede interpretar un texto aristotélico que ha producido perplejidad en muchos autores; es el siguiente: “todo lo natural es mudable, pero hay cosas que son justas por naturaleza” (Ethica, V, 7). Primero, “todo lo natural es mudable”. Lo es por su “materia” y por su destino “cíclico”. Aristóteles desconoce la idea de “creación ex nihilo”; y como “de la nada, nada se hace” (según lo habían enseñado los presocráticos) el conjunto de lo natural está sometido a un final, dentro de una evolución cíclica o retornante. Todo lo natural es “mudable” por su materia y “pulverizable” por su tensión cíclica. Segundo, “hay cosas que son justas por naturaleza”. Lo son por su forma o esencia. Pues natural no es sólo la materia, sino también la forma, aquello que da el ser. Y la justicia, como todas las virtudes, responden a la esencia, a la forma o a lo que “conforma” al ser racional o humano: la justicia es aquella forma que “mantiene” al individuo erguido en la caída irremediable que, por su materia, sufre la naturaleza humana.

La naturaleza como “esencia”.- La naturaleza es primordialmente la esencia, la cual se presenta bajo el influjo y composición de la forma. Ahora bien, la esencia dice una triple relación: a la existencia (esencia es aquello cuyo acto es la existencia), al entendimiento (esencia es la definición o quididad de la cosa) y a las operaciones. Sólo en este último sentido debe llamarse naturaleza a la esencia. Y natural, en tal caso, es tanto lo que pertenece a la esencia de una cosa, como también las propiedades, disposiciones, fuerzas y operaciones que se relacionan con el desarrollo y perfeccionamiento de esa cosa. La forma es configuradora de una esencia; y a su vez, desde su esencia las cosas se hacen sujetos activos de movimiento.

Como la esencia se expresa en la definición, entonces, la naturaleza es la diferencia específica en la escala de los seres (lo racional en el hombre, lo irracional en los animales): el concepto expresado en la definición. De la presencia de forma y materia en la esencia (elementos que conforman la especie) surge una nueva acepción: primero, natural es lo conforme a la especie, como es natural al hombre el poder reír y al fuego elevarse; segundo, natural es lo conforme a lo individual, como es natural a Sócrates el ser enfermizo o saludable, según su propia complexión (STh I-II, 51, 1). En cualquier caso, se llaman “naturales” aquellas cosas cuyo principio es la naturaleza. Naturaleza es, pues, también la esencia de una cosa; entendiendo entonces que esencia equivale a forma, especie, incluso sustancia, pues el fin de la generación natural –fin que es la esencia misma de la especie– existe en lo que es generado. A esa esencia (desde el punto de vista lógico-ontológico) se refiere la definición: semejante esencia de la especie se llama también “naturaleza”.

De ahí se entiende que, si se traduce en sentido lógico lo ontológico, Boecio dijera, en el libro De duabus naturis, que la naturaleza es la diferencia específica que informa a una cosa. Por dicha diferencia se “completa” la definición de la especie. La naturaleza, como principio, está especificada en sus operaciones por la unidad de la esencia de la cosa; y por eso afirmaba Santo Tomás que la naturaleza está determinada a algo único y tiende siempre a ello: natura determinata est ad unum (STh I, 41, 2; Pot. 3, 13); natura semper ordinatur ad unum (CG II, 83). Si no es impedida, la naturaleza obra de un mismo modo: natura uno et eodem modo operatur, nisi impediatur (STh I, 19, 4). Por responder a su propia esencia, ninguna naturaleza puede rebasarse a sí misma: nulla natura potest supra seipsam (STh I-II, 109, 2), lo cual no significa que no pueda dirigirse a otro objeto que la sobrepasa, pues por ejemplo nuestra inteligencia puede conocer naturalmente a Dios; significa, por tanto, que la naturaleza no puede realizar un acto que exceda de su propia capacidad y esencia.

En resumen, algo tiene su esencia por su forma, pues por la forma queda constituido en un ámbito específico, en una especie: la forma de una cosa real es su misma naturaleza (CG IV, 35): “forma sit magis natura” (Phys. II, 2).

La naturaleza como ejemplar imitado.- Tanto para los medievales como para los maestros del Siglo de Oro, cada naturaleza, como esencia, es un ejemplar imitado. Ejemplar traduce inicialmente el παράδειγμα de Aristoteles (Phys. II, 3); se opone a la copia, a la imitación; el ejemplar es lo original, la forma primaria, la idea; y no se refiere propiamente a la existencia sino a la esencia de la cosa, al igual que la forma y la especie. Muchas veces, cuando Santo Tomás habla de “causa ejemplar” añade “causa formalis exemplaris” (STh I, 5, 2; 44, 3; 93, 5). Ahora bien, la causa ejemplar consiste en una forma que hay que imitar desde fuera, viene a ser como una causa formal “extra rem”: es la causa que está externamente frente a la cosa producida, pero no es la internamente configuradora y actualizante de esa cosa. En síntesis, la “forma” es causa de lo que se constituye conforme a ella, sea que dicha “formación” se haga por vía de inherencia, como ocurre en las formas intrínsecas, sea que se haga por modo de imitación, como sucede en las formas ejemplares: est enim forma quodammodo causa eius, quod secundum ipsam formatur, sive formatio fiat per modum inhaerentiae, sicut in formis intrinsecis, sive per modum imitationis, ut in formis exemplaribus (De Ver. 3, 3).

En sentido técnico, los “ejemplares” eran solamente las “rationes” o “ideas” intelectuales que hay en la mente divina, a cuya imitación son producidas las cosas. En sentido propio, el “ejemplar” implica una causalidad respecto de lo imitado: algo se hace reproduciendo el ejemplar. La suya es una causalidad de semejanza, de imagen. El “ejemplar” es aquello conforme a lo cual se hace algo. Pero esa causalidad no es eficiente, ni material, ni formal, sino precisamente “ejemplar”: implica en lo imitado una relación de conformidad en la esencia. La imitación, la copia, es tal por conformarse al ejemplar, el cual es lo mismo que “idea”. En cualquier caso, valen los dos axiomas siguientes: “el ejemplar es antes que la imitación” y “el ejemplar es mejor que la imitación” (STh II-II, 26, 4). Por lo tanto, no se conoce completamente una naturaleza hasta que no se capta el sentido de lo que ha sido su causación ejemplar. En el ejemplar está el máximo de inteligibilidad de las cosas producidas. En el acto de reproducción o copia, lo imitado se conforma al ejemplar según el sentido mismo de la forma, pero no según el modo de ser, ya que, por ejemplo, las ideas ejemplares tienen en Dios una existencia infinita, mientras que lo imitado posee un ser finito (STh I, 18, 4).

La naturaleza como fin.- Para Aristóteles el fin de una cosa es también su naturaleza. La naturaleza de un ser es aquello que éste tiene cuando culmina su generación: el hombre obtiene su naturaleza cuando acaba de ser engendrado; y lo mismo ocurre con el caballo y con la casa familiar (siempre que por “naturaleza de la casa familiar” se entienda su constitución amorosa y amigable de personas). Pero la disposición o estructuración que un ser consigue cuando culmina su generación es el fin de todo lo que existe con anterioridad a esa generación. Luego la naturaleza de la cosa es el fin de los principios desde los cuales ella se engendra. Y así, en virtud de que la ciudad se genera desde las comunidades previas que son naturales, ella misma es natural. La pólis es el acabamiento, el coronamiento natural de esas comunidades que son la casa familiar y la aldea, justo porque en ella persigue la naturaleza el mejor fin que existe: la autarquía, la suficiencia. “Lo que cada cosa es, una vez que se acaba su generación –dice Aristóteles–, es lo que llamamos la naturaleza de la cosa, por ejemplo, de un hombre, de un caballo, de una casa familiar. Lo mejor de todo es la causa final (to oû éneka) y el fin (télos); pero la autosuficiencia (autárkeia) es a la vez un fin y lo óptimo” (1252 b 33-35 / 1253 a 1-3).

La naturaleza y su “bien”.- Con los elementos explicados pudieron decir los aristotélicos que la naturaleza se curva siempre sobre sí misma, porque siempre ama su bien[9], y todo lo que ama lo atrae hacia sí misma: natura in se recurva est, (Quodl. 1, 4. 8); natura semper in se curva est (In II Sent 3, 4, 1).

Por eso mismo Aristóteles había señalado que la posesión de la naturaleza propia produce, cuando es conscientemente sentida, placer y gozo (I Rhetor. 11, 1369 b 33) y es lo que repite Santo Tomás: Constitui in propriam naturam, cum sentitur, causat delectationem (STh. I-II, 31, 7).

Para Santo Tomás –y después también para los maestros españoles del Siglo de Oro– Dios y la naturaleza no hacen nada para que fracase (Deus et natura nihil frustra faciunt). Y entre las cosas que se pueden hacer, la naturaleza siempre hace lo óptimo, lo mejor.

Cuando Santo Tomás lee el texto aristotélico ἡ φύσις μήτε ποιεῖ μάτην μηθὲν μήτε ἀπολείπει τι τῶν ἀναγκαίων (De anima III, 9, 432 b 21-22) interpreta correctamente que la naturaleza no abunda en lo superfluo ni es deficiente en lo necesario: no hace nada en vano (De Pot., 3, 7).

También Aristóteles había dicho que la naturaleza hace siempre lo mejor posible, ἡ φύσις ἀεὶ ποιεῖ τῶν ἐνδεχομένων τὸ βέλτιστον (II De caelo 5, 288 a 2-3); lo cual no significa que la naturaleza haga siempre lo mejor en sentido absoluto (simpliciter), sino lo mejor para cada sustancia en particular, pues de otro modo daría a cualquier animal un alma racional, la cual es mejor que un alma irracional.

Y en ese sentido deben ser interpretadas las palabras de Santo Tomás: Inter ea, quae contingit fieri, natura semper facit id, quod est optimum (II Cael. 7), natura semper facit id, quod melius est (Pot. 3, 6 ad 26).

Además, la naturaleza no hace siempre lo que es mejor para la parte, sino para el todo. Y consigue su efecto o bien siempre o bien en la mayoría de los casos (natura consequitur suum effectum vel semper vel ut in pluribus (STh I 63, 9), de modo que sólo falla en pocos casos (natura non deficit nisi in paucioribus, CG III, 85)[10].


NOTAS

[1] Cfr. X. Zubiri: Naturaleza, Historia, Dios, Madrid, 1944 (cap. I-III). R. Paniker: El concepto de Naturaleza, Madrid, 1951 (cap. II-III). R. Lenoble: Esquisse d’une histoire de l’idée de nature, Paris, 1969 (cap. II-IV). Gregor Schiemann, (Ed.): Was ist Natur? Klassische Texte zur Naturphilosophie, München, 1996. Robert Spaemann: “Das Natürliche und das Vernünftige”, en O. Schwemmer (Ed.): Über Natur. Philo­sophische Beiträge zum Naturverständnis, Frankfurt am Main, 1987, pp. 149-164.

[2] Zev Bechler: Aristoteles: theory of actuality, Albany, 1995 (cap. I).

[3] S. Gaukroger: Descartes’ system of natural philosophy, Cambridge, 2002 (cap. II).

[4] Cfr. M. Esfeld: Einführung in die Naturphilosophie, Darmstadt, 2002 (cap. II). C. Kummer (Ed.): Was ist Naturphilosophie und was kann sie leisten?, Freiburg, 2009 (cap. III).

[5] G. Vollmer: Die Erkenntnis der Natur. Beiträge zur modernen Naturphilosophie, 3ª Ed. Stuttgart, 2003 (cap. IV).

[6] N. Naeve, Naturteleologie bei Aristoteles, Leibniz, Kant und Hegel: Eine historisch-systematische Untersuchung, Freiburg im Breisgau, 2013 (cap. I-II).

[7] M. Artigas, Filosofía de la naturaleza, Pamplona, 2008 (cap. II).

[8] R. Paniker, El concepto de naturaleza, loc. cit., cap. III y VII

[9] R. Spaemann: Chasser le naturel?, París, 2015, pp. 15-36.

[10] Para los conceptos modernos y contemporáneos sobre filosofía de la naturaleza véase el pequeño diccionario de Klaus-Dieter Sedlacek: Kleines Wörterbuch der Natur-Philosophie. 1200 Begriffe, die man kennen sollte, kurz und prägnant. 2ª Ed. Norderstedt, 2016.


 

EL ORIGEN DE LA FILOSOFÍA. DEL MITO AL “LÓGOS”. (Víctor Bermúdez Torres)

0. INTRODUCCIÓN.

En este tema trataremos, muy brevemente, del origen histórico de la filosofía. En el tema introductorio definimos la filosofía como un saber que busca explicar la totalidad de lo real de forma sistemática y en orden a sus principios o causas fundamentales. También dijimos que la explicación filosófica ha de ser racional (basada en argumentos lógicos) y que no acepta supuestos injustificados (racionalmente inexplicables). La filosofía es, en este último sentido, un saber racional (demostrativo), reflexivo (consciente de sus supuestos explicativos) y crítico (no acepta supuestos no racionales). Pues bien, es opinión común que este tipo peculiar de explicación comienza a desarrollarse de forma clara (según atestiguan los restos documentales que conservamos) en la cultura helénica de los siglos VII y VI a.C., en oposición a las explicaciones tradicionales de carácter mítico y religioso, de un lado, y al saber común o vulgar, del otro.

1. LA FILOSOFÍA FRENTE AL SABER MÍTICO Y EL SABER COMÚN.

1.1. La filosofía frente al saber mítico-religioso. De la explicación mítica a la explicación fundada en el “logos”1. Es un tópico afirmar que la filosofía surge históricamente en el seno de la cultura helénica de los siglos VII y VI a.C. Esto se afirma en cuanto hay fuentes documentales que confirman la existencia, en esa época y en diversos lugares de cultura helénica (como las costas de Asia menor o la Italia meridional), de ciertos personajes (los posteriormente llamados filósofos “presocráticos”) que adquieren cierta notoriedad pública como “sabios” o “buscadores de la sabiduría”. Estos “sabios”, aunque todavía pueden ser parcialmente identificados como poetas, como personajes de cariz religioso2 o, sencillamente, como hombres de probado ingenio o gran reputación moral, presentan peculiaridades originales que los van a distinguir, cada vez más, como representantes de un “nuevo” tipo de sabiduría. Así, en los escritos conservados acerca de la vida y obra de estos antiguos “sabios” se refleja una preocupación por explicar lo que es el mundo y el hombre que presenta ciertas importantes novedades en relación con las explicaciones previas, de marcado carácter poético, mítico o religioso… ¿En qué consiste la “originalidad” de estos “sabios”? ¿En qué se diferencia su sabiduría de la que contienen los viejos mitos griegos o las obras épicas de Homero3 y de otros creadores o transmisores de historias legendarias?..4 La diferencia no hay que buscarla tanto en lo que se busca saber, sino en cómo se da esa búsqueda. En general, tanto en el mito como en las teorías de estos nuevos “sabios” lo que se busca es explicar el mundo, sus orígenes y su desarrollo, así como presentar modelos de conducta que orienten la vida humana. Así, los mitos nos describen, de un lado, la génesis de la realidad, los orígenes de la pluralidad y el orden de las cosas, las causas de lo que ocurre, etc. De otro, nos explican los orígenes del hombre y la sociedad, el lugar que estos ocupan en el orden del mundo, y lo que han de hacer para conocer la voluntad de los dioses y ganarse su favor.

Podemos ver, por tanto, que en los mitos aparecen ya las respuestas para cada una de las preguntas que el filósofo intentará abordar de un modo nuevo y racional: ¿Qué es el mundo, cuál es su origen? ¿Cómo podemos explicar la pluralidad, las relaciones entre las cosas, el cambio? ¿Qué son los seres humanos? ¿Cuál es el origen de la sociedad? ¿Cómo es posible el conocimiento? ¿Qué debemos hacer? Etc… Desde luego que en los mitos no aparecen de forma explícita estas preguntas, pero eso no impide que, aun de forma irreflexiva o inconsciente, se atienda a tales cuestiones ofreciendo respuestas a cada una de ellas…

Las diferencias entre el saber mítico y el saber que luego será llamado filosófico (y científico5) no son pues en cuanto a aquello de que tratan sino, más bien, en cuanto a la manera en que lo tratan6. Veamos cuáles pueden ser estas diferencias:

(a) El saber mítico no constituye un saber racional. Lo que se cuenta en los mitos (la existencia de dioses, sus intervenciones en el mundo, sus relaciones con el hombre, etc.) no son datos obtenidos por la observación y la experiencia (nadie ha visto a los dioses, por ejemplo), ni responde a argumentos lógicos (no hay ninguna razón lógica para pensar que Zeus detente el poder sobre las tormentas, o que los difuntos vayan al Tártaro una vez muertos). Las narraciones míticas son creencias asumidas por tradición y por fe religiosa (la gente confía en el prestigio sagrado de los mitos transmitidos generación tras generación). La confianza en la verdad de los mitos se acrecienta, además, por otros factores irracionales: la emoción que provocan (los mitos están repletos de imágenes sugerentes, impactantes, que los poetas, al relatarlos, se encargan de subrayar), las visiones de los iniciados (en los ritos mistéricos), los supuestos prodigios o milagros, los vaticinios de los sacerdotes y adivinos, etc. La filosofía, en cambio, va a intentar justificar sus explicaciones a través de argumentos lógicos y de lo que comúnmente se puede observar.

(b) El saber mítico explica las cosas que ocurren de un modo que, desde la perspectiva humana, resulta arbitrario. En realidad, los mitos suponen que todo lo que ocurre lo hace de forma necesaria o inexorable (en la mitología griega, por ejemplo, se supone que todo lo que acontece a dioses y hombres está determinado por Anánke –la necesidad— o por la Moira –o moiras, asimiladas por los romanos a las parcas, y que suelen representar al destino–, y que vendrían a ser, en lenguaje filosófico, una especie de “ley” o “criterio” eterno y universal que determina lo que es y hace cada ser o cosa del mundo). Ahora bien, esta “Necesidad” o “Destino” (por el cual tiene que ocurrir todo lo que ocurre) no es inteligible (racionalmente comprensible) para el hombre, por lo que desde la perspectiva humana el saber mítico supone indeterminación o arbitrariedad. Esta arbitrariedad parece, además, acrecentarse en cuanto las determinaciones supremas de la Necesidad o el Destino se manifiestan a través de la voluntad de los dioses, igualmente extraña, en ocasiones, a los hombres. El saber filosófico y científico no admite, por el contrario, que la necesidad de lo que ocurre no sea explicable por (e incluso identificable con) la razón humana.

(c) El saber mítico no es un saber sujeto al control humano. No es desvelado por los hombres, merced a su esfuerzo cognoscitivo, sino revelado por los dioses, por su propia iniciativa, y a través de seres elegidos por ellos (sacerdotes, médiums, adivinos, chamanes, poetas inspirados, etc.). El saber racional, la filosofía y la ciencia, representan, en cambio, un saber descubierto por iniciativa humana y accesible a todos los que pongan empeño en comprenderlo.

A este giro cultural por el que se subraya el papel activo y central del hombre en el conocimiento de la realidad se lo ha entendido como parte de un fenómeno más amplio denominado “antropocentrismo” y que es característico de la cultura griega clásica7.

(d) El saber mítico no es un saber reflexivo o consciente de sí. Los mitos no se conciben a sí mismos como una mera explicación (entre otras) del mundo. De entrada, en ellos nunca esta clara la distinción entre la explicación y el propio mundo que se pretende explicar. Tanto es así que en muchos mitos antiguos es la propia explicación la que crea el mundo (Dios crea el universo, por ejemplo, a través de la palabra8), o la que lo regenera9, o incluso lo transforma a través del poder de la palabra (como en la magia). La filosofía, en cambio, es un saber muy consciente de serlo, y, por tanto, de ser distinto de la realidad que se pretende saber. Asumir esta distinción es muy importante, pues gracias a ello se puede ser crítico con el propio saber, descubrir sus errores, etc.

(e) El saber mítico no es un saber crítico. Por no ser consciente de sí, el saber mítico carece de la capacidad para poner en duda sus explicaciones o para compararlas críticamente con otras explicaciones alternativas. Por el contrario, el saber filosófico nace, justamente, como crítica al mito y, muy pronto, se desarrollará a través del diálogo crítico entre una teorías filosóficas y otras10, e incluso de la propia autocrítica del filósofo11.

(f) El saber mítico apenas cambia ni progresa. Como no es un saber consciente de sí y carece de espíritu crítico (y autocrítico) el saber mítico no puede perfeccionarse ni progresar. Las narraciones míticas se mantienen casi idénticas a lo largo de los siglos; cuando cambian lo hacen solo por errores de transmisión de unas generaciones (o culturas) a otras (o por necesidades de adaptación a las nuevas culturas que lo adoptan). Esto no ocurre con las teorías filosóficas y científicas, que son regularmente sometidas a crítica y que, por ello, se transforman o pasan a la historia dando lugar a otras mejor aceptadas. Debido a esta ausencia de “progreso” en el mito, algunos subrayan su carácter “conservador” y tradicionalista (en él parece justificarse la idea de que todo –incluyendo la sociedad, la estructura política, etc.— siga siempre igual. Por lo mismo, se podría calificar al saber filosófico y científico como “progresista” o incluso “revolucionario”, en cuanto en ellos viene dada la idea inconformista de que “todo se puede (y se debe) mejorar”, empezando por el conocimiento.

(g) El saber mítico no es un saber sistemático, al menos no lo es de forma explícita e intencional. Las narraciones míticas (relativas a un mismo pueblo o cultura) constituyen un conjunto más o menos desordenado de cuentos a menudo contradictorios entre sí y que sólo a veces (por obra de algún poeta, sacerdote o persona instruida, y gracias a la escritura12) se intentan recopilar dotándoles de un cierto orden o estructura. El saber filosófico y la ciencia, en cambio, desarrollan muy pronto una vocación de sistematicidad y coherencia entre las ideas que forman una misma teoría o explicación, o entre las ideas que se afirman sobre unos temas y otros en el marco de un mismo autor, paradigma o escuela.

Si bien los primeros escritos filosóficos podemos suponerlos como poco sistemáticos (aunque eso sea debido, quizás, a la forma en que han llegado a nosotros), desde muy pronto se impone la idea del tratado filosófico (primero en forma de poema, luego de forma más prosaica)13 en el que las distintas afirmaciones aparecen conectadas y ordenadas de forma consistente y coherente entre sí.

(h) El saber mítico utiliza un lenguaje imaginativo y repleto de artificios retóricos, tal como hace la literatura o la poesía, cuya finalidad no es sólo exponer ideas, sino también expresar y generar emociones… Por el contrario, el saber filosófico y científico van a buscar, poco a poco, un lenguaje propio, más abstracto, preciso y escueto (sin tantas concesiones a la retórica)14. El lenguaje imaginativo del mito esta repleto de seres y situaciones fantásticas (dioses, héroes legendarios, animales fabulosos, prodigios, etc.), pero también sucesos análogos a los que experimenta el hombre en su vida cotidiana (peleas, traiciones, pasiones amorosas, etc.). Podemos imaginar lo atractivas que resultaban estas historias a la gente común. Nada de eso, sin embargo, va a permanecer en el discurso filosófico y científico. (i) El saber mítico esta relacionado con prácticas mágicas. El complejo cultural que llamamos “saber mítico” no sólo incluye explicaciones teóricas acerca del mundo, sino también un cierto saber “técnico” o “práctico”: los rituales propiciatorios, los sacrificios, la magia, etc. La filosofía y la ciencia se desvinculan de estas prácticas o técnicas “mágicas” (y las sustituyen por “técnicas” o “tecnologías” derivadas de la aplicación de conocimientos científicos).

En resumen, los primeros filósofos son unos personajes que, aunque parecidos en principio a los poetas contadores de mitos y leyendas, o a visionarios religiosos, se distinguen de éstos en cuanto (de forma gradual) introducen narraciones explicativas justificadas en la lógica y la evidencia sensible común (más que en el asentimiento sin más a la tradición o en el recurso a la emotividad del que escucha la narración), buscan la razón de ser de las cosas que ocurren (en lugar de asumir que las cosas ocurren por un poder o ley incomprensible para el hombre), asumen cada vez más la autoría de sus explicaciones (en lugar de considerarlas revelaciones de la divinidad), son cada vez más conscientes de que sus teorías están basadas en ideas que pueden ser evaluadas y discutidas (en contraposición a las narraciones míticas, que se confunden con la realidad misma, sin caer en la cuenta de que no son más que una “explicación” de la realidad), son también cada vez más críticos con respecto a cualquier tipo de explicación, incluyendo la suyas (y no como en el mito, en el que el poeta no considera que pueda haber una explicación alternativa y mejor a la ofrecida en su narración), se preocupan, a veces, de que todas las cosas que dicen o narran tengan una buena organización y coherencia entre sí (evitando la dispersión habitual de los contenidos míticos) y comienzan a expresarse en un lenguaje cada vez más abstracto (alejado de las imágenes concretas y fantásticas características del mito). Hay que insistir, de todas formas, que el “paso” del saber mítico al saber filosófico es gradual (y nunca acabado del todo). Los fragmentos que conservamos relativos a la obra de los primeros “filósofos” muestran cómo, en buena medida, su saber contiene todavía elementos propios del mito: no son totalmente racionales, reflexivos ni críticos, y utilizan un lenguaje cercano aún al de la poesía, por lo que sus explicaciones se ordenan, a veces, en torno a cosas como los dioses, el Amor y el Odio, etc., etc.15

Posteriormente, algunos filósofos griegos (ejemplarmente Platón) utilizarán el lenguaje mítico como forma de expresión de alguna de sus ideas, bien por entender que esta forma expresiva las hace más accesibles, bien por entender que algunas ideas no se pueden expresar más que de ese modo mítico o poético…

1.2. La filosofía frente al saber común.

Aunque es menos común destacar este aspecto, consideremos que la filosofía aparece no sólo como un saber distinguible (paulatina y parcialmente) del saber mítico, sino también como un saber distinto de lo que comúnmente se entiende por “saber”. En los pueblos antigüos, el sabio era, a menudo, el experto, el conocedor y transmisor de las técnicas necesarias a la supervivencia de la sociedad. El saber por así decir “civil” (no religioso)16 estaba mayormente constituido por conocimientos técnicos acerca de agricultura, navegación, metalurgia, construcción, medicina, administración del Estado, etc., etc. Pero aunque estos saberes incluían mucha información empírica sobre la naturaleza (obtenida a partir de la observación) y un buen grado de sistematicidad (y suponían, a veces, complejos cálculos matemáticos, astronómicos, etc.) no eran, por lo general, saberes demostrativos, que atendieran de manera crítica a argumentos o pruebas para sustentarse. Por poner algún ejemplo, los egipcios y babilónicos usaban una buena cantidad de técnicas matemáticas para resolver problemas prácticos (relacionados con la contabilidad de los recursos estatales, el comercio, la distribución de tierras, etc.), pero no parece que mostrasen un interés por entender por qué sus cálculos eran eficaces, cuál era el fundamento teórico de los mismos, qué tipo de realidad tenían los números y las operaciones que se hacían con ellos, etc. Tampoco parece que dirigieran sus técnicas matemáticas a la investigación de la realidad en general o de asuntos carentes de interés práctico para la vida. El interés por el conocimiento en sí (indendientemente de su utilidad) y por los fundamentos del conocimiento (los argumentos, las pruebas) parece haber florecido especialmente entre los llamados filósofos griegos. Los llamados “filósofos presocráticos” son, en muchos casos, expertos en matemática, ingeniería, geografía, etc., pero más allá de eso, muestran un interés inusual por problemas generales (qué es la realidad, de dónde provienden las cosas, etc., etc.) y por la propia validez de sus conocimientos (por eso se empeñan en intentar demostrarlos, buscar pruebas de lo que dicen, etc.). Así, estos primeros filósofos no sólo descubren útiles teoremas matemáticos, sino que también quieren explicarlos, y explicar qué relación tienen con el mundo visible que podemos comprender y gestionar gracias a ellos. No sólo inventan nuevas técnicas o describen rutas de navegación, también quieren saber por qué esas técnicas “funcionan”, por qué flotan los barcos, cómo es el mundo en el que vivimos, o qué son exactamente esos puntos luminosos en el cielo gracias a los cuales logramos orientarnos… Los filósofos, en fin, parecen distinguirse no sólo de poetas, sacerdotes y magos, sino también de los expertos o sabios comunes.

2. EL ORIGEN GRIEGO DE LA FILOSOFÍA.

Es opinión común que la filosofía aparece en Grecia o, mejor, en el mundo helénico (que excede lo que hoy denominamos Grecia). ¿Es esto cierto? Y si lo fuera, ¿por qué surge la filosofía en la Grecia de los siglos VII y VI a. C, y no en otro lugar o época? Vayamos por partes.

La afirmación de que la filosofía surge en Grecia es mantenida, en lo substancial, por la mayoría de los autores, aunque cabe matizarla. Mucho de los rasgos que caracterizan a lo filosofía griega, sobre todo a la más arcaica, están también presentes (a veces incluso antes) en la teosofía hindú o en los más antiguos sabios de la China. Tanto en la tradición védica de la India17, como en las obras de Confucio, Lao-Tse y sus discípulos en la China18, se tratan cuestiones similares o idénticas a las que ocupan a los primeros filósofos (la distinción entre el mundo trascendente y el mundo visible, lo real y lo aparente, el problema de lo uno y lo múltiple, de lo permanente y lo cambiante, del alma y el cuerpo, del conocimiento sensible y la intuición mística de lo verdadero, los problemas de la relación entre individuo y sociedad, e incluso teorías políticas acerca de cómo organizar la sociedad de manera justa).Además, en estos textos se utiliza a veces el lenguaje argumentativo, se emplean términos abstractos (ser, unidad, dualidad, justicia, etc.), e incluso aparece ya el diálogo (entre maestro y discípulos) como forma de expresión de las ideas19. De estos datos quizás no se pueda deducir que la filosofía, como saber opuesto al mito y al saber común, brote con la misma intensidad en el mundo griego que en las culturas hindú o china; tan sólo significa que hay que moderar la tan celebrada opinión de que la filosofía es un “invento” griego o, por extensión, occidental. A la par que los primeros filósofos griegos elaboraban sus teorías sobre la naturaleza, en estas culturas orientales se estaban forjando “sistemas filosóficos” con un grado de profundidad especulativa y de sistematicidad comparable al de las grandes obras de los filósofos clásicos. Bien es cierto que, a diferencia de la filosofía griega, las filosofías orientales no se desgajaron, por lo general, de su vinculación con los textos míticos y religiosos (en el caso de la filosofía hindú), o con intereses prácticos, sobre todo de tipo moral y político (en el caso de la filosofía china). En general, las filosofías de oriente prefirieron profundizar en cuestiones ontológicas y éticas antes que en la descripción racional (o empírico-racional) del mundo natural, tan característica de la filosofía griega arcaica20…

Dado el hecho (aun matizable, como acabamos de ver) del origen griego de la filosofía, interesa saber por qué es en el mundo helénico del VI (y no en otro lugar y tiempo) donde eclosiona la filosofía (al menos, la filosofía occidental). Los autores que han analizado este asunto apuntan, cada uno de ellos, a distintas circunstancias históricas del mundo helénico arcaico como decisivas para explicar la aparición del saber filosófico. Haciendo una síntesis con las opiniones de unos y otros podemos señalar los siguientes elementos como causas o condiciones históricas de la aparición de la filosofía en Grecia:

(a) Desde un punto de vista económico y social, el mundo helénico de finales del s. VII es mucho más complejo que el viejo mundo guerrero basado en la agricultura de la época anterior. La Grecia a la que se asoman los primeros filósofos ha desarrollado una pujante economía basada en el comercio que empieza ahora a dar sus frutos. La vida social se ha hecho también más sofisticada, sobre todo en las zonas costeras y en las colonias comerciales (que es de donde proceden los primeros filósofos griegos). El comercio con otros pueblos y la dispersión de la población griega en numerosas colonias por todo el mediterráneo ha facilitado el intercambio de ideas con otras culturas y, fruto de ello, la crítica de las ideas propias, cuyo valor aparece ahora como algo relativo. Los refinados y cultos ciudadanos de estos emporios comerciales no se privan de criticar los viejos ideales de la cultura homérica (guerrera y rural), cuyos principios sociales y morales sufren una crisis irreversible.De otro lado, la vida urbana y ociosa21 de los ciudadanos enriquecidos por el comercio ofrece condiciones para que se desarrolle un tipo de actividad intelectual desinteresada en fines concretos e inmediatos y dirigida a la reflexión sobre cuestiones más generales y fundamentales, a la crítica de las ideas vigentes, a la investigación y al descubrimiento de ideas nuevas, etc. (es decir, la filosofía). Algunos autores aluden al espíritu competitivo o agónico de los griegos (competían en los Juegos Olímpicos, en certámenes teatrales y poéticos, en pos de los honores de la guerra, en los debates públicos en las asambleas populares, etc.), espíritu que se habría extendido al ámbito de las ideas y la filosofía. Este espíritu competitivo se habría aliado, además, con una suerte de individualismo casi inédito en otras civilizaciones.

(b) Junto al aspecto socio-económico, algunos autores acentúan la importancia del desarrollo técnico en la Grecia de la época. Hay autores que subrayan, por ejemplo, la importancia de la invención y uso, desde el s. VII, de la moneda (el dinero permite un grado de descontextualización o abstracción en las relaciones comerciales entre los hombres que influiría en el aumento de la capacidad de abstracción y generalización que subyace a la actividad filosófica). Otra técnica, que se generaliza ahora, es la de la escritura, que permite superar la cultura oral asociada a los mitos, y facilita la reflexión crítica y la creación intelectual. En general, el nuevo modo de vida económico y social demandaba un esfuerzo mental para desarrollar nuevas técnicas de cálculo (contabilidad, gestión del tiempo –calendario— y del espacio –cálculos de posición para los navegantes—, etc.), de construcción (de nuevas ciudadades, de barcos, etc.) y de organización de la nueva estructura social urbana, que estimularon el pensamiento y el ingenio liberándolos, a la vez, de las viejas ataduras mentales de la sociedad tradicional…

(c) Desde un punto de vista político, hay que destacar la ausencia, en el mundo helénico, de grandes monarquías divinizadas como la egipcia o las de Oriente próximo. Bajo estas monarquías el individuo (más súbdito que ciudadano) rara vez podía saberse lo suficientemente “libre” como para desarrollar por su cuenta un sistema de ideas original. De otro lado, en los regímenes políticos de las pequeñas ciudades-Estado griegas el debate público era un elemento importante en la toma de decisiones políticas, por lo que la elite de los ciudadanos griegos estaba acostumbrada al uso argumentativo del lenguaje (que es el método fundamental de la filosofía). Muchos autores indican que la racionalidad griega, más que fruto de la sociedad y la economía mercantil (o de las exigencias mentales que requiere el dominio técnico de la naturaleza y de la organización social), es fruto de las prácticas políticas basadas en el discurso y la convicción, y del esfuerzo lógico que supone la articulación mediante el debate de la política común y el sistema legal.

(d) Desde un punto de vista cultural o ideológico, es frecuente señalar, como un elemento histórico distintivo de pueblos como el griego, la ausencia de una poderosa casta sacerdotal, instituida en torno a libros sagrados o cultos religiosos oficiales, que determinase una ortodoxia religiosa. La religiosidad griega no estaba tan organizada y, por ello, dejaba un amplio margen al pensamiento libre de dogmas e incluso al pensamiento crítico con las propias creencias religiosas (aunque no faltaban las persecuciones y juicios por impiedad –algunos filósofos las sufrieron—). La educación del pueblo estuvo en manos, desde el principio, de poetas, intelectuales o “sabios” no identificables con ninguna ortodoxia religiosa (más allá de la que muy débilmente podía insinuar el complejo literario-religioso que formaban los mitos). Un factor importante, en relación a esto último, es lo que se ha dado en llamar el “legado homérico”. En la épica griega (las historias de la Ilíada y la Odisea), y posteriormente en el teatro (las tragedias griegas), los sucesos se explican en virtud de causas necesarias (que van más allá incluso de la voluntad de los dioses). Estas causas, además, no son observables en el mundo cotidiano, por lo que han de operar desde un “mundo invisible”. Más interesante aún es que sean cuáles sean estas causas invisibles (los dioses y el Destino o Necesidad que lo gobierna todo22, los ritmos naturales del cosmos23, o los oscuros poderes de una religión más primitiva –simbolizada entre los griegos por Dionisos, el dios del “frenesí”—), tales causas obedecen, en el fondo, a un mismo y único principio: el de justicia (una especie de ley eterna que mantiene a cada cosa en su lugar y que corrige todo desequilibrio en el cosmos)24. Esta visión determinista del mundo, en el que todo tiene su explicación por una causa anterior hasta remitir a un primer principio rector de todo sería el “legado homérico” que habrían heredado y desarrollado los primeros filósofos.

 

Material elaborado por Víctor Bermúdez Torres.

 


NOTAS

1 “Logos” tiene muchos significados (palabra, discurso, razón, explicación, incluso significa también “mito”o explicación “mítica”) pero de entre ellos la tradición ha escogido el de “explicación racional o lógica”.

2 Entre los griegos los adivinos tenían una gran reputación social y, a veces, se convertían en consejeros de nobles y reyes. En el mundo griego también pululaban personajes próximos a los chamanes nórdicos, a magos orientales, etc. Todos estas figuras están próximas, en la mentalidad arcaica de los griegos, a lo que se conocía como “sabio”.

3 La Iliada y la Odisea.

4 El mundo de los mitos y la mitología resulta fascinante a todo aquel que esté interesado en las ideas, pues el mito en su casi infinito repertorio de imágenes representa siempre las mismas ideas fundamentales que interesan también al filósofo. Son incontables los libros que tratan del mundo del mito y las leyendas tradicionales, comparando unos y otros y tratando de ver lo que tienen en común (si estáis interesados en este tema consultad la bibliografía al final del tema).

5 Tened en cuenta que durante esta época la distinción entre filosofía y lo que conocemos hoy como ciencias naturales, matemáticas, geografía, astronomía, gramática, etc., era inexistente, pues en general se suponía que formaban parte inseparable de la filosofía.

6 Así, según algunos autores, la filosofía griega posee un origen mítico y ritual: la reflexión filosófica y el pensamiento religioso se entienden, según ellos, en una continuidad histórica donde los primeros «filósofos» trasponen a una forma laica y sobre el plano de un pensamiento abstracto el sistema de representaciones que la sabiduría mítico-religiosa ha elaborado previamente (Cornford). Dicho de otro modo: la intuición mítica sin el elemento formador del lógos es todavía ciega, mientras que la conceptualización lógica o racional sin el nucleo viviente de la originaria intuición mítica resulta vacía. Así, la filosofía griega estaría dirigida a reconquistar conceptualmente, de manera racional y lógica, esa sabiduría «pre-racional» contenida en el mito (Jaeger). (Vid. sobre estos autores en la bibliografía).

7 En oposición al “teocentrismo” supuestamente característico de épocas más arcaicas.

8 Recuérdese el génesis: “(…) Entonces dijo Dios: “Haya luz” y hubo luz” (Gen., 1, 3). O el prólogo al Evangelio de Juan: “Al principio era el Logos (el verbo), y el Logos estaba junto a Dios, y el Logos era Dios (…) Todas las cosas fueron hechas por él (…)”

9 En los ritos de año nuevo y otros similares, se repiten (y representan ritualmente) los mitos cosmogónicos con objeto de recrear (y purificar) el mundo un año más.

10 Como ocurre cuando los atomistas intentan superar los errores que creen encontrar en las teorías de Parménides, o como cuando Aristóteles resume las teorías de la filosofía presocrática como intentos erróneos de explicar la realidad (en comparación con su propia explicación).

11 Un caso claro es el de Platón quién, en sus últimas obras o diálogos, somete a una crítica implacable sus propias teorías.

12 En el caso de la cultura griega, estos compiladores de mitos fueron, sobre todo (por lo que conocemos) Homero y Hesíodo. 

13 Ya a los presocráticos se les atribuyen cierto tipo de “tratados” (titulados, a menudo, “Sobre la Naturaleza”) a los que suponemos un formato y estilo en gran medida diferente a los de las narraciones míticas.

14 Si bien es cierto que, en no pocos casos, la filosofía utiliza el lenguaje más propio del mito y la literatura, o bien para hacer más accesible a la gente común ciertas ideas complejas, o bien por creer que algunas de tales ideas sólo son accesibles mediante ese tipo de lenguaje. Ejemplos claros de esta utilización estratégica del mito en el ámbito propio al saber filosófico los podemos ver, una y otra vez, en los textos de Platón.

15 Podríamos decir que, de modo inverso, algunos mitos antiguos (por ejemplo, algunos mitos hindúes o chinos) tienen un ostensible carácter filosófico, hasta el punto de que en ellos se utilizan términos tan abstractos como “ser”, “no-ser”, “unidad” y “dualidad”, etc. 

16 Aunque ambas cosas no puedan fácilmente separarse en esta fase de la historia.

17 Una enorme colección de textos en los que se comentan los textos sagrados de los Vedas, sobre todo los famosos “Upanisadas”, que son los textos védicos con un carácter más filosófico. Los textos védicos fueron compuestos y reunidos durante el milenio que siguió a la invasión aria de la India (1500 a.C). Y los comentarios a estos textos forman la tradición filosófica-religiosa de la religión hindú hasta nuestros días.

18 Confucio (551-479 a.C). A Lao-Tse (figura semilegendaria, habría vivido en el siglo VI a.C) se le atribuye el popular Tao Te Ching, el libro de sabiduría oriental seguramente más famoso y difundido en occidente.19 Tal como veréis en Platón.

20 Sobre todo este asunto resulta interesante citar la vieja teoría del “tiempo axial”, formulada el siglo pasado por Karl Jaspers. El tiempo axial o «tiempo eje» referiría, según K. Jaspers (Mito y origen de la historia. V. e.: Madrid, Rev. de Occidente, 1950), un corte o salto histórico-cultural que se dio al unísono en las más importantes culturas humanas alrededor del 500 a.C. (o, en todo caso, en un radio más amplio entre 200-600 a.C.). Este salto alude a la institución de una serie de rasgos culturales que aparecen entonces y permanecen hoy como fundamento de nuestro propio mundo cultural o “espiritual”. Lo sorprendente es que tales rasgos aparecen, casi a la vez, en todas las culturas del “eje” civilizado del mundo entonces (¡Sin que hubiera contactos suficientes entre ellas para justificar esta “coincidencia”!). En Asia menor y Grecia aparecen de la mano de los primeros filósofos presocráticos y de Sócrates-Platón en Asia; en Palestina aparece en la voz de los profetas de Israel; en Persia a través de Zoroastro y el mazdeismo; en la India en las especulaciones filosóficas en torno a los Vedas; en la China en torno a las figuras de Confucio y Loa-Tse… ¿Cuáles son esos rasgos? Según Jaspers, consisten en una serie de tópicos filosóficos: la consideración trascendente de lo real, como algo invariable y único frente a la variabilidad y pluralidad del mundo sensible; la reivindicación de la esfera interior o espiritual del individuo (el yo consciente de sí, la reflexión, la intimidad individual…) opuesta, aunque también análoga, a la exterioridad del mundo físico y social (oposición que a veces se expresa en la crítica a la religiosidad meramente “ritual” y externa y a favor de una religiosidad nueva, vivida de modo más íntimo y auténtico-); la inmortalidad del alma; la dignidad y universalidad de lo humano; la necesidad de un orden social fundado en una noción adecuada de justicia; etc. Otros rasgos que destaca Jaspers son la generalización de la exigencia argumentativa, el uso de ciertos términos abstractos (ser, unidad, etc.), el estilo dialógico (en la forma de diálogos entre maestro y discípulo sobre todo) en que se escriben algunos textos, etc., etc.

21 No se olvide que la economía griega se sustentaba en el trabajo de los esclavos, lo cual evitaba a los ciudadanos el tener que ocuparse de las tareas más pesadas y disfrutar, por ello, de más tiempo para el ocio.

22 En la Ilíada, por ejemplo, el moribundo Patroclo grita a su vencedor, el héroe troyano Héctor: “Jáctate mientras puedas. La victoria es (…) un regalo de Zeus y de Apolo. Ellos fueron los que me vencieron” (Ilíada XVI). En otro lugar de la misma obra no son los dioses, sino un impersonal Destino el que explica los sucesos. Así, el espectro de Patroclo, traslada ahora la culpa de su derrota desde Zeus y Apolo a ese “fatídico Destino que debió ser mi dote en el momento de mi nacimiento” (Ilíada XXIII). Varios siglos después, en el cántico del Coro del Agamenón de Esquilo, se lee: “(…) puedes estar seguro de que los sucesos y causas forman siempre una secuencia divinamente ordenada, y de que la siguiente está controlada por esta último”. (Cit. en Cooper, D.E. Filosofías del mundo. Cátedra, 2007; pp. 138 y ss.)

23 Cf. vg. Iliada VI, en el que se compara el ciclo de la vegetación con la sucesión de las generaciones humanas.

24 Cooper, op.cit., p. 139.

25 Los pelasgos eran antiquísimos habitantes de Grecia.